Lumen gentium

María, la primera creyente

10. María, la primera creyente (LG 52-69)

El último capítulo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, tiene como hilo conductor a María, que es ante todo madre de Dios.

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María es básicamente «la figura ideal de la Iglesia»; 
es su sacramento, «espejo en el que se refleja toda la Iglesia»

El último capítulo de Lumen Gentium, el capítulo VIII, está dedicado íntegramente a María. María es ante todo madre de Dios. Este tema es el hilo conductor de este capítulo que el Concilio dedica a la Virgen. En él, María es llamada tres veces «madre de Jesús», tres veces «madre de Cristo», una vez «madre del Redentor», tres veces «madre de Dios», tres veces “progenitora” y seis veces se le dice “la que ha dado a luz a Dios”.

Esta es la categoría fundamental que utiliza el Concilio para ilustrar el papel de María: Madre de Dios y, junto a este, Madre de los creyentes, y por tanto con una importancia grande en el plan de salvación.

María nace libre del pecado original y que su cooperación espontánea al plano salvífico de Dios la convierte en «madre de los vivientes». Por consiguiente, es madre de los hombres en el orden de la gracia, siendo madre del Redentor Jesucristo.

Por eso, su obediencia, confianza y maternidad se convirtieron en ejemplos para la Iglesia y sus miembros se dirigen a ella como «modelo de virtudes» mientras progresan en la fe, la esperanza y la caridad.

Otra categoría fundamental es la de figura de la Iglesia. La Virgen María, por el don y la función de ser madre de Diosa y por sus singulares gracias y funciones, está también íntimamente unida a la Iglesia.

De hecho, la novedad más grande del tratado conciliar sobre la Virgen consiste precisamente en el lugar en el que es introducida, es decir, en la constitución dogmática sobre la naturaleza de la Iglesia. Este capítulo octavo constituyó un giro crucial en la reflexión teológica sobre la santísima Virgen María. El Concilio decidió no producir un documento separado sobre María con el fin de mostrar el profundo vínculo entre María y la Iglesia.

El Vaticano quiso despertar el culto mariano concentrándose en la figura de María como parte constituyente de la acción salvífica del Redentor y poniendo de manifiesto su papel singular en la misión de la Iglesia. Por eso, el proemio del capítulo octavo aclaraba así desde el principio que no era intención del Concilio exponer una mariología completa, sino solamente mostrar la íntima relación entre la Virgen y la Iglesia, porque ambas acogieron al Verbo de Dios «en su corazón y en su cuerpo».

El capítulo octavo de Lumen Gentium tiene tres partes. En la primera parte se habla de las prerrogativas y misiones de María, siguiendo la historia de la salvación; la segunda parte expone de forma sistemática las relaciones de María con la Iglesia; y la tercera parte trata sobre el culto a María en la Iglesia.

Los acontecimientos de la salvación reflejan bien quién es María. Ella es la primera entre los pobres y los humildes que esperan al mesías al final del Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento se muestra como llena de gracia y sierva, lo que habla de su concepción inmaculada; y de su espíritu de servicio y de humildad. Es intercesora en Caná de Galilea, orante con los apóstoles en el cenáculo y es asunta al cielo y exaltada como reina del universo.

En la segunda parte se ven las relaciones de María con la Iglesia: María es madre nuestra como lo es la Iglesia, media ante Dios por nosotros, es virgen como la Iglesia que mantiene su fidelidad al esposo. Es rica en santidad y en todas las universidades. María está delante de la Iglesia como ejemplo a imitar.

La tercera parte trata sobre el culto a María en la Iglesia. El fundamento del culto es su santidad y el encontrarse involucrada en los misterios del Señor y no es un culto como el de la adoración a Cristo. Se pide que el culto a la virgen María no se aleje del cristocentrismo y evite tanto los afectos estériles como la vana credulidad.

Como idea importante de la relación de María con la Iglesia hay que señalar que los vínculos entre la Iglesia y la Virgen son estrechos, numerosos y también esenciales. Son dos misterios de nuestra fe mucho más que solidarios: se ha podido incluso afirmar que son un “solo y único misterio”. Entre ellos existe una relación de la que siempre se benefician porque se aclararan la el uno al otro; es más, para la inteligencia de la Iglesia es imprescindible la contemplación de la María.

La madre de Dios es figura de la Iglesia en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo. Por eso, En la Tradición se aplican siempre los mismos símbolos bíblicos a la Iglesia y a la Virgen. Ambas son la nueva Eva, el paraíso, el árbol del paraíso cuyo fruto es Jesús. Ambas son el arca de la alianza, la escalera de Jacob, la puerta del cielo: la puerta que deja pasar al Señor de Israel.

Ambas son —después de Cristo— el asiento de la Sabiduría, su mesa. Son un «mundo nuevo», una «creación prodigiosa». Ambas descansan a la sombra de Cristo. Esto es lo que transmiten los Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente.

Todos estos no se tratan solamente de paralelismos o de un simple uso de símbolos ambivalente. La conciencia cristiana lo percibió inmediatamente y en el transcurso de los siglos, la proclamó de mil formas en el arte, la liturgia y la literatura: María es básicamente «la figura ideal de la Iglesia»; es su sacramento, «espejo en el que se refleja toda la Iglesia».

El Concilio termina señalando a María como modelo y madre de los creyentes. El papa Pablo VI nombró a María santísima madre de la Iglesia, es decir, madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman madre amorosa.

Era el 21 de noviembre de 1964 cuando Pablo VI, en su discurso de clausura de la tercera sesión del Concilio proclamaba a María como «Madre de la Iglesia» ante más de dos mil obispos reunidos en San Pedro.

Y no era secundario que, precisamente durante esa reunión en la que fue promulgada la constitución dogmática dedicada a la Iglesia y los decretos sobre el ecumenismo y las Iglesias orientales, se estableciera que «todo el pueblo cristiano rindiese cada vez más honor a la madre de Dios con este dulcísimo nombre»: «Madre de la Iglesia», es decir, de todo el pueblo cristiano, tanto de los fieles como de los pastores.