Sacrosanctum Concilium

El misterio eucarístico

4. El misterio eucarístico (SC 47-58)

En la Constitución dedicada a la liturgia, Sacrosanctum Concilium, los padres conciliares nos muestran el verdadero «misterio» eucarístico.

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La Iglesia celebra en la Eucaristía el amor de Dios, Padre, Hijo 
y Espíritu Santo, que es para todos y para cada uno

Con frecuencia ir a misa se ve como un paréntesis de vida «espiritual» en medio de la vida cotidiana. Pero la misa —o la celebración eucarística— toca las cuerdas más íntimas del corazón y nutre la vida en profundidad. Mediante la Eucaristía es posible sentir y experimentar la fuerza y la eficacia de la vida de Jesús. Necesitamos regalarnos este tiempo de las relaciones importantes, la amistad, el amor, el perdón.

Eucaristía es una palabra de origen griego que significa «acción de gracias», la forma más bella de oración que vive la Iglesia. Entrar en una iglesia para participar en la celebración de la Eucaristía es libre, para todos. Nos hace crecer en la comunión. Nos sentamos y nos reunimos en torno al altar porque aprendemos a estar cerca los unos de los otros no solo con el cuerpo, sino también con el corazón. Una comunidad se reúne y escucha junta la Palabra de Dios, reza e intercede preocupándose por todas las necesidades de la Iglesia para presentarlas al Señor. Hay espacio en la celebración para la reconciliación entre hermanos, para pedir perdón y para perdonarse recíprocamente, para rezar juntos en el padrenuestro, la oración que el Señor nos ha enseñado. Y somos invitados a la comunión: a compartir el único Cuerpo de Cristo. La Iglesia celebra en la Eucaristía el amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es para todos y para cada uno.

En el lenguaje de la fe se entiende por «misterio» una verdad que, si bien no puede ser totalmente explicada ni entendida, es al mismo tiempo una realidad en la que se puede entrar, puede ser explorada y en la que se puede participar. Por lo tanto, el «misterio» eucarístico —la Eucaristía como Cuerpo y Sangre del Señor y la celebración de la misa— se nos presenta como una puerta que nos permite en la fe entrar en los gestos de Jesús, en su oración, sus sentimientos; nos permite habitar la vida de Dios, la comunión de la Trinidad. La Iglesia celebra en la Eucaristía el amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es para todos y para cada uno.

El verdadero animador de nuestros pensamientos de bien —fecundos y portadores de vida— es el Señor, él es la fuente, el camino y la meta de nuestros deseos. Es a él a quien buscamos, aunque a veces sea inconscientemente, en cada íntimo movimiento del corazón.

Por eso, para nosotros cada celebración eucarística es una ocasión para reanudar esta relación con el Señor. Durante la celebración eucarística escuchamos relatos, experiencias, hechos, historias de vidas que se han entretejido con Dios. Por este motivo, la Escritura ha de leerse junto con nuestra vida. Tiene que hablar a nuestra vida porque viene de una vida a la que ha hablado Dios. El cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”.

Leer y escuchar la Palabra de Dios debe impactar con nuestra existencia concreta. Debe necesariamente tener algo que decir no solo y no tanto sobre la humanidad en general, sino sobre mí, sobre mi vida, sobre la presente historia —no solo sobre la pasada— y sobre el futuro. Y, sobre todo, debe decir la verdad, lo que vale para la vida.

Por eso, cuando leemos la Escritura, podemos sentirla vibrar en nosotros y por eso es tan importante proclamarla y escucharla en la celebración de la misa: Dios habló de sí mismo a Moisés, a los profetas, a los evangelistas… podemos aprender su lenguaje, podemos conocerlo, podemos entretenernos con él como con un amigo con el cual alegrarse, reñir, llorar, reír, sufrir, soñar, luchar, amar.

Cuando Jesús habla de la Palabra de Dios, la describe como una semilla echada en la tierra de nuestra vida que para dar fruto debe ahondar en lo íntimo de nuestro corazón, en lo profundo de nuestra persona. Si dejamos hacer a Dios su trabajo de sembrador, será él mismo, con su espíritu, el que se preocupe de que esta semilla traiga fruto junto con nuestra paciencia, cuidado y muchas veces cansancio. El secreto es fiarse de la semilla, dar crédito a la Palabra de Dios, escucharla, acogerla.

Hay un momento en la misa en el que «todo cambia» y el pan ya no es pan, se convierte en Cuerpo del Señor Jesucristo, el vino se convierte en su Sangre; es el momento de la consagración dentro de la oración eucarística. Ese momento inicia con estas palabras: «En la noche en que iba a ser entregado».

Jesús, en la noche en que fue traicionado, da lo mejor de sí mismo, da todo de sí mismo, su cuerpo y ofrece su vida por sí mismo, nadie se la quita. Al celebrar la Eucaristía la liturgia nos lleva a esa noche y nosotros asistimos a la transformación que Jesús mismo ha obrado y sigue obrando, al admirable cambio de un pecado en un don, de un dolor en una oportunidad, de un acto de odio y enemistad en un acto de amor.

Ese «para siempre» que algunos declaran muerto se revela ser en realidad una necesidad esperada, profunda e identitaria de cada persona. En el fondo todos deseamos un «para siempre», algo o, mejor, a alguien que sea permanente, definitivo, incancelable, que nos acompañe toda la vida, alguien a quien dar definitivamente nuestra vida.

Todos buscamos a alguien en quien poder confiar, digno de ser creído, alguien que sea digno de atención y al que realmente valga la pena prestar atención. El Evangelio nos hace conocer la fiabilidad y la credibilidad del rostro de Dios en su Hijo Jesús, capaz de amar primero y de permanecer en el amor sin abandonar, traicionar ni perder a ninguno de los suyos, ¡nosotros! Esta presencia estable, madura y fiable se nos es dada en el «misterio eucarístico».

Celebrar la Eucaristía es recordar, dar gracias, apreciar este misterio de amor que nos es dado; celebrarlo cada domingo o quizá a diario, es obtener nuevas energías para poder aprender también nosotros a amar así cada día de nuestra vida.

La Eucaristía es el sacramento de la caridad, «es, como dice el Papa Benedicto, el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre» , también para ti.

Nunca estarás solo, nunca estarás solo: en la Eucaristía, ¡el Señor está siempre contigo!