La belleza de la liturgia

Sacrosanctum Concilium

La belleza de la liturgia


10. La belleza de la liturgia (SC 122-130)

En la Constitución dedicada a la liturgia, Sacrosanctum Concilium, los padres conciliares nos hablan de la «función ministerial de la música sagrada».

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La acción litúrgica adopta una forma más noble cuando se celebra con el canto 
y el pueblo participa también en ese canto activamente

La música comunica sus contenidos inmediatamente, no necesita traducción y llega de forma directa al corazón del oyente. Es un vehículo extraordinario para las emociones del alma, y se une naturalmente a la expresión de los grandes sentimientos e ideales. Por eso  la música ocupa un puesto de gran importancia en la cultura de cada pueblo y en su historia.

En el caso de la música sacra, el fin de la música es la gloria de Dios y la santificación de los hermanos. El concilio Vaticano II recupera este significado profundizando su valor para la reforma litúrgica. No en vano la tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas. Principalmente, porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne. Sacrosanctum Concilium habla de la «función ministerial de la música sagrada», como un servicio cualificado y de gran honor dentro de la celebración, no como un adorno de la liturgia, sino como parte integral de ella.

El conjunto de momentos fijos de la celebración eucarística, no son independientes de la acción litúrgica a la que acompañan por eso el canto debe servir para realzarlos y darles mayor solemnidad. De hecho, la acción litúrgica adopta una forma más noble cuando se celebra con el canto y el pueblo participa también en ese canto activamente.

El poder de la oración cantada procede precisamente de la implicación total de la persona en el canto, así como de la capacidad extraordinaria de la música de involucrar a varias personas en un coro unido y consciente. De este modo, la música realiza su vocación más alta: une y eleva, colma las diferencias y da a cada fiel su papel, transformando un conjunto de individuos en una comunidad que reza junta, unida por un único canto, sin distinciones ni divisiones.

La asamblea litúrgica representa en su totalidad el coro más importante, imponiéndose en número y extensión. Por eso ha de participar con las aclamaciones, las antífonas y los cantos de entrada y de comunión. Debe intervenir también en el kirieleisón, el gloria, el sanctus y en el Cordero de Dios. Entre los ministerios del canto litúrgico, desempeña una tarea única y extraordinaria el salmista, que proclama cantando la Palabra de Dios. 

El gran coro siempre es todo el pueblo de Dios. Por eso, la misma asamblea no debe olvidar que la participación activa en el canto no consiste en «hacer algo», sino también en vivir un misterio. Esto implica la necesidad de formación musical para que el pueblo de Dios pueda apropiarse de lleno de la belleza y la grandeza del canto litúrgico para saber ofrecerlo a Dios con total conciencia y alegría.

La insistencia del concilio en la importancia de la formación litúrgico-musical está en la línea de la idea central de la reforma litúrgica: hacer crecer en el pueblo de Dios la conciencia de su papel primordial en la celebración de los misterios de la salvación. El concilio subraya la importancia de la educación musical en los seminarios y los noviciados, y sugiere una formación musical junto con la preparación teológica; ellos serán quienes deberán organizar las liturgias en sus parroquias y comunidades y tendrán que saber elegir la música más adecuada.

Cada comunidad cristiana, cada parroquia, cada catedral, debe por tanto tener una scholae cantorum. Junto a esto, cada diócesis debería dotarse también de realidades formativas de carácter pastoral y preocuparse de educar a quienes serán llamados a animar las asambleas litúrgicas de las comunidades, animadores litúrgicos, enseñándoles el significado de la música en la liturgia y guiándolos en la elección y el aprendizaje de los cantos.

La música dedicada a la liturgia ha producido obras extraordinarias a lo largo de los siglos, piezas que han expresado la fe y la sensibilidad humana y espiritual de grandes autores, a los cuales la Iglesia encargó la composición de obras que debían ser integradas en las celebraciones litúrgicas. Entre ellas, la más cualificada es el canto gregoriano.

El concilio nos propone mirar al canto gregoriano como el «propio de la liturgia romana». Lo considera como un punto de referencia único, capaz de delinear cuáles han de ser los modos y las características de una auténtica música para la liturgia. En su repertorio encontramos siempre una admirable fusión entre Palabra y música. En el gregoriano encontramos varias formas, todas ellas son estructuras musicales ligadas a la acción litúrgica a cuyo servicio se pone el canto. Así ocurre con el himno, la antífona, el salmo, el responsorio, la letanía, etc.

En la tradición musical sacra, en especial entre los siglos XV y XVII, la música polifónica desempeñó un papel importantísimo en el repertorio utilizado en la liturgia. Las composiciones polifónicas son un símbolo de la misma Iglesia porque permiten cantar juntos, vivir en comunión y armonía como el auténtico pueblo de Dios.

También el «canto religioso popular», como define el concilio los cantos tradicionales que el pueblo ejecuta desde hace siglos en sus celebraciones y fiestas, es un patrimonio extraordinario de fe y cultura.

Desde 1600 el uso de los instrumentos musicales es una especie de ampliación de la voz humana: su naturaleza diversa y sus timbres particulares iluminan de colores y matices la expresión de la fe. El concilio sitúa en el primer lugar el «órgano de tubos», a la vez que advierte del uso impropio de los instrumentos profanos.

Por su parte, en el Concilio el papel del compositor es visto como una auténtica misión. Cuando se disponga a escribir un canto para la liturgia, ha de adaptar su propia subjetividad y gustos estéticos a las necesidades de la liturgia y a las normas que da la Iglesia. Los compositores están llamados a renovar el antiguo repertorio permaneciendo fieles a las exigencias litúrgicas.

Por tanto, sintámonos herederos de este camino milenario, implicados en primera persona en la profundización de este gran valor de la Iglesia que es la música litúrgica. Sintámonos sobre todo llamados a responder a la invitación del Espíritu Santo, que desea transformar la vida de los fieles en un canto de alabanza.