- AMBIENTACIÓN.
Como ambientación se puede colocar en el centro una biblia abierta por el evangelio, una vela y si hay alguna imagen o icono de Jesús que le sea significativo para la comunidad sería bueno que acompañara la ambientación.
Este canto puede ambientar el inicio de la oración:
- MOTIVACIÓN INICIAL.
Nos dice el papa Francisco que: “la oración es el respiro de la fe, es su expresión más profunda. Como un grito que sale del corazón de quien cree y se confía a Dios.”
Vamos a acercarnos a la oración de Jesús, Él que vivió una intimidad tan profunda con el Padre, le pedimos nos conceda la gracia de aprender a orar.
I. Jesús, hijo de un pueblo orante
Jesús nace en un pueblo, en el que la oración forma parte de su identidad. Los textos bíblicos son fervientes testimonios del lugar primordial de la permanente comunicación entre Yahvé e Israel. Siete veces al día te alabo por tus justos mandamientos (Sal 118,164).
El credo que sostiene la identidad del judío devoto es una oración, a grabar en el corazón, a fin de que impregne la vida entera:
Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales.
En la oración la primacía va otorgada a la Palabra de Dios; corresponde al hombre la escucha, devolviendo a Dios sus palabras.
Los mejores textos de oración los hallamos en todos los libros sagrados, destacando por su singularidad el libro de los Salmos. Jesús mismo, como judío piadoso orante, se sirvió de ellos en diferentes momentos. Así, en la cruz Jesús invocó a su Padre y se confió a él, sirviéndose del salmo 30.
(Recitar individual o comunitariamente el salmo 30 sustituyendo Señor y Dios por Padre.)
A ti, Señor [Padre], me acojo:
no quede yo nunca defraudado.
Tú, que eres justo, ponme a salvo,
inclina tu oído hacia mí.
Ven aprisa a librarme,
sé la roca de mi refugio,
un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte.
Por tu nombre dirígeme y guíame.
Sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi amparo.
En tus manos encomiendo mi espíritu:
tú, el Dios [Padre] leal, me librarás.
Tú aborreces a los que veneran ídolos inertes,
pero yo confío en el Señor [Padre];
tu misericordia sea mi gozo y mi alegría…
Pero yo confío en ti, Señor [Padre],
te digo: «Tú eres mi Dios [Padre].»
En tu mano está mi destino…
(Salmo 30)
(A continuación, mantener un tiempo de silencio.)
II. Jesús ora alentado por el Espíritu Santo
La oración de Jesús, como toda oración cristiana, es confesión de fe en la Trinidad. Jesús, en su condición de Hijo, se dirige al Padre movido por el Espíritu Santo que lo habita. En el bautismo se sintió inundado por la fuerza de este Espíritu, y capacitado para acometer su misión. En él cobran sentido las palabras que lee en Nazaret:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres,
para anunciar a los cautivos la libertad
y a los ciegos la vista.
Para dar libertad a los oprimidos,
para anunciar el año de gracia del Señor. (Lc 4,18-19)
Este mismo Espíritu está presente en todo cristiano alentado su fe y sosteniendo nuestra oración. Gracias a este Espíritu podemos dirigirnos de manera adecuada a nuestro Padre:
El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y el que escudriña los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios. (Rm 8,26-27)
(Se puede encender un cirio, una lámpara o una candela, y a continuación dedicar unos momentos a la oración silenciosa pudiendo escuchar de fondo la canción Veni, Sancte, Spiritu, (Taizé); o también, el himno gregoriano Veni Creator Spiritu.)
Recitar lentamente esta secuencia:
¿Quién eres tú, dulce luz que me llena
e ilumina la oscuridad de mi corazón?
Me conduces igual que una mano materna,
y si me soltaras,
no sabría ni dar un paso.
Tú eres el espacio
que envuelve todo mi ser
y lo encierra en sí.
Abandonado de ti caería en el abismo de la nada,
de donde tú lo elevas al Ser.
Tú, más cercano a mí que yo misma
y más íntimo que mi intimidad,
y, sin embargo, inalcanzable e incomprensible,
y que hace explotar todo nombre:
¡Espíritu Santo – Amor eterno! (E. Stein)
(A continuación, mantener un tiempo de silencio.)
III. Jesús ora desde la condición filial
Jesús se sabe Hijo, y en cuanto tal, anhela la relación frecuente con su Padre. La oración de Jesús confirma la conciencia de filiación divina, a la vez que la renueva y explicita. Ha experimentado la alegría permanente de vivir bajo la certeza del: Tú eres mi Hijo amado.
Jesús nos reveló algunos contenidos de sus oraciones. Los evangelios están salpicados de textos oracionales salidos de los labios de Jesús; sus oraciones invocan explícitamente al Padre, a su Abba. Una oración reveladora del gozo interior de Jesús, como Hijo de tan singular Padre:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.»
Tenemos la oración sacerdotal, la mayor manifestación de la comunicación íntima entre Jesús y su Padre ante la hora decisiva.
Invitamos a recitar juntos la oración de Charles de Foucauld:
Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo.
Con tal que tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.
(A continuación, mantener un tiempo de silencio.)
IV. Jesús nos enseña a orar
La oración del cristiano es la misma oración de Jesús, de la que hace partícipes a sus discípulos, y que podemos dirigir, como él, al Padre, por cuanto que también somos verdaderos hijos suyos. San Pablo señalaba el camino a los filipenses: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo. (Flp 2,5)
«Siempre es gran bien fundar vuestra oración sobre oraciones dichas de tal boca como la del Señor. En esto tienen razón, que, si no estuviese ya nuestra flaqueza tan flaca y nuestra devoción tan tibia, no eran menester otros conciertos de oraciones, ni eran menester otros libros.» (Santa Teresa de Jesús)
Catequesis de Jesús a sus discípulos sobre la oración: Cuando vayas a orar, 1) entra en tu aposento y, 2) después de cerrar la puerta, 3) ora a tu Padre que está allí, en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. (Mt 6,6)
Entra en tu aposento
Comienza por procurar el recogimiento personal. Cierra los ojos del cuerpo y abre los del alma y miraros al corazón.
En tu interioridad secreta radica tu mayor riqueza; en lo escondido; Dios tiene preferencia por estar y mirar (en lo) escondido.
Entra en tu aposento; dirige la mirada a tu interior, a ti mismo, a tu centro; allí donde brotan tus más hondos deseos, allí donde eres más tú; sacúdete las apariencias, las falsas imágenes de tu yo, para quedarte desnudo y a solas contigo mismo. Entra en el desierto de tu corazón, allí donde Dios revela su intimidad:
«Para lo cual es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto, el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen. Que, por eso, san Agustín, hablando en los Soliloquios con Dios, decía: ‘No te hallaba, Señor, fuera, porque mal te buscaba fuera, que estabas dentro’. Está, pues, Dios en el alma escondido, y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo.» (San Juan de la Cruz)
Cierra la puerta
Me corresponde a mí esta función. Soy yo quien abro o cierro. Soy responsable de mi interioridad. “La interioridad como un espacio de inviolable intimidad, inaccesible para los otros y cuya posibilidad de ser conocido o compartido queda absolutamente en manos de nuestra libertad. Soy yo quien decide quién y qué puede entrar en ese espacio y por eso la puerta juega un papel liminal… Es la posibilidad para el descanso de ser nosotros mismos”.
Cierra la puerta, pero por dentro; es decir, contigo en tu interior. Presta atención a lo que te configura y de identifica.
«Hay personas tan enfermas y acostumbradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí, porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas; y con ser de natural tan rica y poder tener su conversación no menos que con Dios, no hay remedio.» (Santa Teresa de Jesús).
Ora a tu Padre escondido
Ciertamente este Dios-Padre habla, pero lo hace preferentemente desde el silencio y la soledad.
Amonesta Juan de la Cruz: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma.»
«¿Pensáis que importa poco para un alma distraída entender esta verdad, y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo, ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces? Por bajo que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a Padre, pedirle como a Padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija.» (Santa Teresa de Jesús)
- PADRE NUESTRO
Con los ojos cerrados y las manos levantadas recitar la oración del Padrenuestro.
- ORACIÓN CONCLUSIVA:
Abba, Padre. Tú me acompañas en mi caminar. ¡Te necesito tanto! Quiero agradecerte el don de la oración. Gracias por recibirme, por escucharme, por comprenderme. En estos momentos de encuentro, un vivo conocimiento de ti, alumbra el misterio de mi vida y colma mi alma de gratitud.
Por Jesucristo nuestro Señor.
- ORACIÓN DEL JUBILEO
Padre que estás en el cielo,
la fe que nos has donado en
tu Hijo Jesucristo, nuestro hermano,
y la llama de caridad
infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
despierten en nosotros la bienaventurada esperanza
en la venida de tu Reino.
Tu gracia nos transforme
en dedicados cultivadores de las semillas del Evangelio
que fermenten la humanidad y el cosmos,
en espera confiada
de los cielos nuevos y de la tierra nueva,
cuando vencidas las fuerzas del mal,
se manifestará para siempre tu gloria.
La gracia del Jubileo
reavive en nosotros, Peregrinos de Esperanza,
el anhelo de los bienes celestiales
y derrame en el mundo entero
la alegría y la paz
de nuestro Redentor.
A ti, Dios bendito eternamente,
sea la alabanza y la gloria por los siglos.
Amén.
- CANTO O REZO DE LA SALVE A MARIA MAESTRA DE ORACIÓN.