La Iglesia en oración
Resumen
Escucha en este podcast un resumen del sexto texto de los Apuntes sobre la oración: “La Iglesia en oración”.
El misterio y el don de la oración
La oración es un misterio ya que tiene su origen y sus raíces en el mismo Corazón de Dios. Resuena en el himno de alabanza que es cantado eternamente en el Cielo y que resuena eternamente en el mismo Misterio de Dios. Sólo Él lo conoce y solo Él puede cantarlo y enseñárnoslo.
«Tú eres mi hijo» es la Palabra que el Padre dice eternamente. Y el Hijo le responde a su vez con una única palabra: Abba (Padre). El Espíritu es el Silencio que permite al Padre decirla y al Hijo escucharla. Este diálogo entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, este eterno «hablarse», constituye toda la vida de Dios.
Nuestra oración y la de la Iglesia es por tanto «unión con la oración de Cristo, un don que Cristo entregó a su Iglesia con su encarnación, y, por medio de la Iglesia, a cada persona.
Una casa de oración
La Iglesia es la casa del Dios vivo y Dios mismo ha querido que su Casa fuera una casa de oración. Por lo tanto, la oración, ese diálogo entre Dios y el hombre, es la esencia de la Iglesia, su razón de ser, fuera de la cual no tendría sentido que existiera.
El primer espacio en el que se establecerá el fundamento de la Iglesia es con la Creación del cosmos. Es el lugar en el que vive su historia de amor con nosotros. La creación natural, todo el universo, es esta Iglesia «cósmica», por llamarla de algún modo. En ella se celebra, ya desde el primer instante de su existencia, una verdadera liturgia. Ora porque en el cosmos reverbera en su lenguaje silencioso el himno de acción de gracias.
La construcción de esta Casa de oración, alcanzará la etapa final cuando el Padre, con la encarnación de su Hijo, le pondrá en la Iglesia como piedra angular preciosa, un fundamento sólido que une inseparablemente las dos paredes del templo: Dios y la humanidad.
Con la encarnación del Hijo, cada hombre podrá ahora decirle: «Abba-Padre» y participar de ese modo en el eterno cántico de alabanza «que se canta en las moradas celestiales».
Por eso, dejarse construir como «casa de Dios» es la síntesis de todo el camino espiritual de cada hombre. Se trata de dejarse alcanzar por quien nos busca, dejarse tocar por la mano del Padre que plasma en nosotros a su Hijo único.
Tener sed de Dios, tener sed de encontrarlo… Solo este ardiente deseo de Él, de su cercanía, puede abrirnos los ojos, purificar nuestra mirada y permitirnos así verlo. Podemos acercarnos a Él en el único lugar donde podemos encontrarlo: en su casa de oración, en el misterio de su cuerpo, en su Iglesia.
Aprender a orar
Toda la creación estaba por tanto orientada a ser «casa de Dios y casa de oración». El sacerdote de esta Iglesia era Adán, creado a imagen y semejanza del Hijo y llamado a ser también un cántico de alabanza y acción de gracias al Padre. Sin embargo, nuestros primeros padres no quisieron recibir el don de la vida divina, sino que quisieron obtenerlo de forma autónoma.
La peor consecuencia de ese primer pecado fue la deformación de la imagen de Dios en ellos. Esa deformación creó un obstáculo casi infranqueable para la oración. La intimidad con Dios, que antes del pecado era la alegría del hombre, ahora se ha transformado en miedo.
Por eso todavía hoy sentimos que la oración es nuestro «deber», un deber de la criatura, del hombre que ha de rendir culto a Dios, al Soberano de todas las cosas, al Dueño de nuestras vidas, a un Dios inaccesible, a un Dios sordo a nuestros sufrimientos y a nuestros deseos, que manipula nuestras vidas a su gusto, según su inescrutable designio. Esta es la imagen de oración que tenemos, que implica también una imagen de Dios.
Sin embargo, todo cambia radicalmente con la encarnación del Verbo. Dios se hace hombre y enseña al hombre a rezar.
Por eso, cuando le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1), Jesús, dirigiéndose en un aparte a sus discípulos, dijo: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!» (Lc 10,21-24).
Jesús cantó este «cántico nuevo» durante toda su vida, pero de modo pleno y perfecto cuando, en la cruz, dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Cuando llega la hora de pasar de este mundo al Padre (Jn 13,1), Jesús se eleva con todo su ser hacia Dios, se convierte Él mismo en oración, Él, el Hijo que está totalmente dirigido a Dios. La Pascua de la muerte y la resurrección es el misterio de Jesús convertido en oración.
Ahí, en ese acto de entrega sin reservas hasta la muerte, el Hijo «dice» perfectamente, con categorías humanas, con actos y palabras realmente humanos, lo que dice inefablemente en el seno de la Trinidad eterna: «Abba, Padre, me entrego a ti sin reservas, en tus manos encomiendo mi Espíritu».
Es «en la cruz donde orar y entregarse son una sola cosa» (CCE 2605).
El descubrimiento de Dios como Padre nuestro es una adquisición espiritual más allá de la cual no se puede ir. Esa convicción permite entrar de manera directa en la experiencia del mismo Cristo, tanto como Hijo eterno como Hombre y Redentor.
No se puede ir más lejos y una paz tan grande (como la que brota al entregarse al Padre) no puede ser igualada por nada más, ni siquiera por el matrimonio espiritual.
Si podemos de verdad decir «Padre mío» con una confianza absoluta, entonces nos habremos encontrado con nuestra identidad profunda, en cierto sentido, nos volveremos «indiferentes» a todo lo demás. Porque nada de lo que pueda suceder en la vida nos podrá afectar más profundamente que esta palabra: «Padre mío».
La Iglesia se une a la oración de Cristo en la liturgia
Cristo se entregó a sí mismo en un acto de ofrenda, su mismo acto de ofrenda, que glorifica perfectamente al Padre. Le entregó su oración, se entregó a sí mismo convertido en oración.
Este don lo recibimos en la liturgia porque esta es «participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En ella toda oración cristiana encuentra su fuente y su término»
En la liturgia de la Iglesia, «Cristo está presente no como una idea abstracta, sino como una persona viva y una fuerza viva que emana de una persona viva.
En la liturgia eucarística Cristo nos une «corporalmente», de forma real, a su «cántico nuevo». La Eucaristía es el culmen de nuestra unión con Cristo en su oración de alabanza al Padre.
Pero precisamente por ser su culmen, configura al hombre a Cristo y se expande en toda la vida del fiel.
En el Oficio divino, se funden en una sola voz la voz de la Esposa que es la Iglesia y la voz del Esposo que es Cristo, «La oración de la Iglesia es, por tanto, la oración de Cristo y la oración de Cristo es la oración de la Iglesia».
La liturgia del corazón: la vida de oración
Sin embargo, aunque es necesaria, la sola unión con Cristo en la liturgia no es suficiente si no se convierte en la forma estable de toda nuestra vida.
Hemos de entregar a Cristo sin reservas toda nuestra persona: alma y cuerpo, todos nuestros deseos y sentimientos, buenos y malos, para recibir de Él lo que es nuestro, transfigurado en lo que es suyo,
El deseo de estar unidos a Jesús para que nuestra vida se convierta, por decirlo de algún modo, en intercambiable con la suya y la suya con la nuestra es lo único que puede permitirnos vivir en una oración ininterrumpida.
Quedarse, perseverar, permanecer a pesar de todo parece significar que Él no vendrá nunca, que es difícil. Parece que a menudo la respuesta de Dios a este deseo del encuentro, a esta incesante oración, es su silencio.
Pero es entonces, cuando todo parece estar perdido, cuando el cántico de alabanza alcanza su mayor pureza. Por mucho que pueda ser oscuro el camino que el Señor hace recorrer a su Iglesia y a nosotros dentro de ella; por mucho que pueda ser incomprensible lo que vivimos a diario, por mucho que parezca que no tenga luz el futuro que nos espera, estamos seguros de que estamos en las manos del Padre y que él nos está conduciendo hacia la plenitud de la Pascua.
La vida resucitada
La Pascua es «el único acontecimiento de la historia que no pasa. […]. Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte […]. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida».
Esta contemporaneidad del resucitado con todos los hombres de todos los tiempos es lo que permite a nuestra oración no ser una autoilusión, una vacía ensoñación o, peor, un delirio en el cual nos hablamos con nosotros mismos o con la nada.
Es en la oración donde Cristo resucitado, vivo y presente, presente y activo, «aquí y ahora» sigue atrayendo hacia sí a todos (Jn 12.32), atrayéndolos en su Misterio.
Porque la oración, o es comunión con el resucitado o no es oración.
Quien ora uniéndose a Jesús con la fe «tiene la vida eterna y no debe afrontar el juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida», como afirma el Señor (Jn 5,24). Cuando ora, el cristiano «tiene la vida eterna»: la posee ya; ha pasado ya con Cristo de la muerte a la vida porque acoge en sí mismo al Cristo vivo, y vivo hoy, vivo en el único Acto que le da vida: el recibir la vida del Padre y restituirla en la eucaristía.
Con la oración pasamos de una vida, que es para la muerte y tiene la muerte como único horizonte, a la vida sin fin que brota del don de sí mismo hasta el extremo, hasta la muerte.
La madre de la oración
Por medio de la fe silenciosa de María, la alabanza que el Verbo canta eternamente al Padre, Abba, también se empezó a cantar en nuestro mundo con palabras nuestras. La oración se hacía carne, se hacía visible y tangible para que todos pudiéramos cantar con el Hijo su canto eterno al Padre.
Fue el «sí» de la Virgen lo que permitió finalmente a la humanidad «que desatara una oración dichosa y veraz; y sintiera el inefable poder regenerador de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas humanas.
María es, por tanto, Madre de la oración, la nuestra y la de la Iglesia, porque es Madre del Único que puede y sabe orar.
Y sobre todo engendra la oración de los pobres, de aquellos que «no saben pedir como conviene» (Rom 8,26), que no saben y no pueden recorrer los caminos intransitables de la «gran» oración.
A estas «pequeñas almas», Dios ofrece a María como sencillo camino de oración, como medio fácil para su transformación en Cristo.